miércoles, 2 de abril de 2014

- Baloncesto.-





Tendría siete u ocho años cuando me apunté por primera vez al equipo de baloncesto del colegió.

Siempre lo viví en mi casa, mis hermanos mayores grandes aficionados a este deporté inculcaron sin querer la pasión al baloncesto. 

Tenías que meter esa pelota naranja y desgastada en una canasta que llegaba al infinito, y lo hice una y otra vez, quería ser el más rápido, quería ser el mejor.

Luego llegaron las concentraciones, jugar en el mejor equipo de la ciudad y disfrutar, perder, llorar.
Siempre supe que no llegaría a ser el mejor, pero en ilusión y ganas si lo era, me encantaba ir a entrenar, jugar cada día, cada tarde.

Luego un accidente de tráfico me hizo parar y tener miedo a volver a jugar, sólo me quedaba ver partido tras partido a mi hermano mayor. Cambie las manos por los pies... pero nunca fue lo mismo.

Cambias de ciudad y pierdes el contacto con el balón, pierdes el contacto con el aro... con el valor de ir a jugar y no hacer el ridículo.

Pasan diez años, quizás más y vuelves a tu ciudad... y vuelves a ver el balón viniendo hacia ti, fuerte, a la altura del pecho, miras el aro y lanzas la pelota con un golpe de muñeca casi perfecto, quitando telarañas de recuerdos y volviendo a disfrutar cada martes, mi amor por el baloncesto. 

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